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Alegar, según la Real Academia Española (RAE), es traer, citar a favor de una proposición algún hecho, dicho o ejemplo;1 argumentar, según el mismo esquema lexicográfico, es aducir, alegar, dar argumentos, disputar, impugnar una opinión ajena, dotar de demostraciones una historia. Todas estas definiciones y algunas otras más no citadas participan de un principio fundamental consistente en esa pretensión de estudio ordenado, dogmático de reglas y estrategias lógicas (técnicas y tácticas) para el razonamiento metódico e inferencial correcto, que tiene por objeto el convencimiento a través del lenguaje, lo que ha sido considerado un arte desde épocas remotas. El debate procura alcanzar objetivos concretos: convencer, disuadir, persuadir, intimidar y posicionar, mediante un sistema de articulaciones verbales o escritas, congruentes y ordenadas que, a través de la oralidad, no sólo comunican, sino que pretenden un fin y éste es alcanzado en la mente de los escuchas. Desde tiempos remotos, grandes polemistas han sobresalido en la historia por el impacto causado a través del poder de sus argumentos, quienes han hecho cimbrar las más sólidas creencias sociales, culturales y religiosas, arrebatando —en diversos momentos— a la razón su credibilidad, mediante tesis racionales convincentes, destruyendo verdades añejas y dogmas que, hasta ese entonces, eran indiscutibles, y desarrollando nuevos paradigmas dialécticos. Baste recordar a Jesús de Nazaret, quien, según los textos bíblicos, se caracterizó por ser un extraordinario orador, por su elocuencia que iluminaba los conglomerados humanos a través de sus parábolas argumentativas, mismas que siguen siendo motivo de análisis y aprendizaje. Otro significativo ejemplo son los grandes sofistas de los periodos presocrático y helenista, cómo olvidar a los máximos exponentes del convencimiento en la grandeza griega: Gorgias y su Elogio a Helena o la Defensa de Palámédes; Sócrates y los discursos racionales derivados de la mayéutica, presentados por su alumno Platón en Diálogos; o Aristóteles y su obra Retórica; y más adelante, Santo Tomás y las cinco vías causalistas de la Suma teológica. Todos ellos dejaron clara muestra del poder de la argumentación, que, mediante razones suficientes, lograron alcanzar al interlocutor, convirtiéndolo en un elemento de su objetivo. Hoy, en la práctica jurídica, estas teorías —y muchas otras— han retomado vigencia debido a la influencia de la implementación del sistema de justicia con tendencia adversarial, garantista y en el que prima la oralidad, introducida en toda América a principios de siglo XXI. Además, en atención a esta necesidad, se han recuperado todas las teorías dialecto-constructivas del recorrido histórico argumentativo, desarrollando un neoconceptualismo pragmático de la argumentación y, más concretamente, de la argumentación jurídica que, en este modelo, tiene una alta preeminencia en la oralidad.
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