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He tenido que decir —y repetir muchas veces— que la oralidad es una simple técnica que, como la escritura, permite ingresar, continuar y producir decisiones en el proceso. No deja de darme pena que algunos ministros, muchos magistrados y casi la mayoría de los jueces, con algunos abogados, den a la oralidad una razón sustancial, no accidental del proceso. En muy poco tiempo hemos construido un “monstruo” procesal al que llamamos oralidad. Para no convertir la oralidad en impunidad es que estoy escribiendo sobre el tema. No puedo mentirles: hay tesis relacionadas con el tema que dan pena. Mucha pena. ¡Vergüenza! Entonces, escribir sobre oralidad resulta propicio para ir profundizando en lo que nuestros Tribunales Federales han comprendido como oralidad, cuáles son sus exigencias, cuáles los errores de apreciación. Aunque “técnica”, hemos dado a la oralidad efectos de derecho humano; hemos producido, por su culpa, nulidades absolutas; hemos inventado modelos de incorporación y desahogo de pruebas —a mi criterio, absurdas— y algunos no saben si decirle “principio”, “valor”, “derecho humano”, “debido proceso”, etcétera. Cuando un artículo se redacta como el numeral 4o. del Código Nacional de Procedimientos Penales, que se ha “intitulado” “Características y principios rectores”, es posible que adquiramos una especie de desconfianza. Dice —copiando mal la Constitución Federal— que “el proceso penal será acusatorio y oral, en él se observarán los principios de publicidad, contradicción, concentración, continuidad e inmediación”; luego agrega que, además de esos principios, “aquellos previstos en la Constitución, Tratados y demás leyes”. Cuando todo puede ser principio, no hay principio alguno que valga. El derecho procesal penal mexicano es derecho procesal penal constitucional, es decir, es derecho que, en una gran mayoría nace y se desarrolla desde normas y principios constitucionales. Entonces, más que una interpretación procesal, exige una interpretación constitucional. Esto hace que, con los criterios académicos, sea necesario profundizar en las interpretaciones que de la oralidad hace el Pleno del Suprema Corte, la Primera Sala y los Colegiados de Circuito en materia penal. Un trabajo especialmente importante si consideramos que, desde la oralidad, hay un cambio de mentalidad, principalmente, en el desahogo de la prueba en audiencia. Un tema que, hasta hoy, no ha sido fácil en los demás países latinoamericanos y, por supuesto, en México. La oralidad exige llevar al juez los hechos, los imputados, los ofendidos, las víctimas, los instrumentos, los medios, los objetos, etcétera, para que los vean y valoren. Sin embargo, la oralidad mexicana creada por los mismos jueces produce impedimento. Los jueces no quieren ver, oír, sentir, oler…, temerosos de convertirse en órganos de prueba, testigos, etcétera. Entonces rechazan la prueba casi con asco. Terminan siendo sus fuentes todo lo que han percibido de oídas, es decir, han introducido el testimonio de oídas del fiscal o del defensor para resolver tapándose la cara. Por eso han creado las “técnicas” para incorporación y desahogo de los medios de prueba, entre ellos, el testigo del documento. Los jueces han producido impunidad al meterle zancadillas a la prueba. ¿Para qué se levantan actas, registros, fotografías, videos; se recogen documentos; se realizan planos, croquis; se aseguran objetos, instrumentos, etcétera? Para que el juez las vea. La oralidad exige llevar todo al juez o llevar al juez a todo. Como el lugar del hecho o del hallazgo ha desaparecido, el juicio oral —las audiencias orales— exigen reproducirlo todo. Con esa finalidad se crea el principio de libertad probatoria. Pero nuestros jueces, al no entender esto, ponen trabas a los medios de prueba, ponen un coto de acceso a la carpeta y, de ese modo, resuelven con lo que escuchan. Son jueces del chisme. Finalmente, ¿cuánto de oralidad?, ¿cuánto de escritura? El proceso acusatorio ha producido, en casi toda Latinoamérica, una pugna entre académicos que es más inventada, y por ende injusta, que real. Sin embargo, para unos y otros es, según mi propio criterio, producto de la ignorancia. Me gusta resumir las preguntas con una respuesta sencilla. Lo escrito debe quedar escrito y lo oral debe quedar oral. Esta frase, sin embargo, debe matizarse, porque, al final, todo lo oral termina registrado. El Poder Judicial debe asumir la responsabilidad de que, al cabo de los años —de muchos años—, lo que se ha resuelto pueda ser consultado y, por qué no, revisado, no sólo por las partes sino —y especialmente— por los investigadores, los académicos, los estudiosos de modelos que se fraguan con el tiempo y la comparación.
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