LOS DERECHOS DE LAS AUDIENCIAS

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Los llamados derechos de la audiencia tienen un itinerario corto pero no por ello poco profundos. El término “audiencia” en materia de las libertades informativas está situado en el grupo de personas susceptible a recibir un mensaje por parte de los medios de comunicación. No sólo se entiende como un grupo que escucha, sino también el término se extiende a un grupo que lee, observa o mira, o que recientemente se hace de información en las nuevas plataformas digitales. Los primeros intentos regulatorios del Estado respecto a los contenidos han estado ceñidos justamente a una intervención preponderante. Así encontramos la legislación en materia de impresos que va desde mediados del siglo xix hasta mediados del xx, en donde el poder soberano dictaba el marco de actuación de lo que se podía decir o no en los medios de comunicación. En dicha legislación encontramos fundamentalmente prohibiciones que restringían abiertamente la libertad de expresión a partir del paradigma de la llamada “censura previa”. En algunos sistemas de corte autoritario o totalitario de mediados del siglo xx, el protagonismo de esta figura fue relevante para el menoscabo de la consagrada libertad. Lo mismo sucedía en las incipientes democracias: el censor era una pieza fundamental para cuidar a la “audiencia” de ser víctima de los exabruptos ramplones de los medios de comunicación en su afán por ganar público seguidor. México no se escindió de dicha tendencia. Es preciso revisar, sólo por poner un ejemplo, la legislación de imprenta de 1917 o bien la legislación en materia de radio y televisión originaria de mediados de los años sesenta para darnos cuenta de las disposiciones arbitrarias y claramente de censura que el Estado mexicano proponía. Esa forma de entender la “audiencia” la llamaremos de corte paternalista, es decir, asumíamos que la misma era tan pequeña de criterio que necesitaba ser orientada por un guía que la acompañara y que le dijera qué podía o no podía ver en función de una supuesta protección a los intereses de la colectividad. El desafío para esta forma de entender la “audiencia” empezó a quebrarse. Las nuevas formas de la comunicación y sobre todo los incipientes desarrollos tecnológicos que aparecían en el mundo comenzaron a empujar un cambio de paradigma, el cual no podría suscitarse sin la concreción de una libertad de expresión más abierta que supusiera el establecimiento de límites siempre a posteriori. Era evidente que la tradicional forma de entender la consagrada libertad, es decir con filtros severos previos a la difusión de las ideas, imposibilitaba la aparición siquiera de lo que hoy es materia de este libro. Así el desarrollo exponencial de la libertad de expresión, a partir de la teoría de las responsabilidades ulteriores que se materializó en todos los convenios internacionales en materia de derechos humanos, supuso el advenimiento de una nueva forma de entender el trabajo comunicativo y las relaciones entre emisores, receptores y autoridades. Las responsabilidades ulteriores supondrán que cualquier limitación a la libertad de expresión siempre llegue a posteriori. Por lo consiguiente, todas las ideas y opiniones deben llegar al enramado del espacio público para una mejor conformación de la opinión pública. La lista de discursos no protegidos por la libertad de expresión se cuenta con los dedos de una mano y no sobran dedos, pues como sabemos existe una presunción de cobertura para todos los discursos en materia de libertad de expresión. Claro está que, con esta nueva dinámica, el Estado se vuelve completamente incapaz de supervisar toda opinión o expresión que, a través de los medios tradicionales y ahora digitales, se vierten al espacio de lo público. Esa incapacidad en un primer momento fue protegida por medio de la llamada clasificación de la información, la cual sin constituir un ejercicio de censura obligaba al Estado a establecer una restricción respecto a los contenidos que determinados públicos podrían presenciar. En ese entendido, todas las declaraciones de derechos humanos en materia de libertad de expresión pretendieron establecer un piso común que permitiera al Estado clasificar la información en función de la protección de los menores. A ello algunos documentos lo llaman “censura”, como es el caso de la Convención Americana sobre Derechos Humanos, siendo que en realidad no lo es y sólo es una clasificación de la información con un ánimo de proteger al público descrito. Aun cuando ese ejercicio de limitación es razonable, lo cierto es que el Estado se ha visto sobrepasado ante la vorágine de información que se genera a diario. Más aún, luego de la avalancha de medios digitales en donde las realidades estatales han cedido a no involucrarse dejando el llamado gobierno de internet a “quien pueda” gobernarlo.
Ediciones Jurídicas LopMon